Amar a un país, no a una idea de país, requiere amar a todos sus ciudadanos más allá de sus costumbres, culturas e ideologías. Lograr esto requiere un gran crecimiento personal y social por parte del ciudadano que lo pretenda, y sobre todo una idea de democracia que emane de un sentimiento profundo tal que dé lugar a unos principios que estén por encima de cualquier ideología, de forma y manera que no sea posible el enfrentamiento entre ciudadanos por haberse atrincherado estos en clanes ideológicos. Un propósito de tal envergadura requiere una nueva definición de democracia, una definición que sitúe a la democracia como valor humano esencial y que haga de la educación su forma natural de llegar a los ciudadanos.
Un patriotismo que margina a los ciudadanos que no comparten la misma idea de país no es en su esencia democrático, y por lo tanto ha de quedar en el pasado. Las ideas abstractas que intentan secuestrar la realidad de un país, dejando de escuchar otras propuestas, siempre terminan dificultando el crecimiento de lo que tanto dicen amar. Amar a un país no es fácil, no hemos sido educados para ello; sin embargo intentar lograrlo es el camino que hay que andar si queremos llegar a una auténtica democracia, a una auténtica sociedad del bien estar y del bien ser.
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